El 12 de agosto de 2000, Rusia vivió una de las mayores tragedias navales de su historia. Por entonces también gobernaba Vladimir Putin, tal cual sucede en la actualidad, quien había llegado al poder apenas unos meses antes.
La investigación posterior del suceso constató que algunos marineros habían logrado sobrevivir y se habían refugiado en un compartimento a la espera de un rescate que nunca logró llegar a tiempo.
El submarino nuclear, joya de la armada rusa, se fue a pique con sus 118 tripulantes después de dos explosiones, la última equivalente a un terremoto de poco más de 4.2 en la escala de Richter.
El disparador del drama ocurrió en la sala de torpedos del Kursk, cuando una filtración de uno de ellos desencadenó una reacción química y la consecuente explosión. La segunda y devastadora deflagración fue 134 segundos después luego de que fuego alcanzara siete ojivas de torpedo.
Era el primer ejercicio naval importante que realizaba Rusia en 10 años. De las maniobras participaron 30 naves y tres submarinos, entre ellos el Kursk, armado con 18 torpedos y 22 misiles de crucero.
La nave fue localizada al día siguiente, sobre el lecho marino a 110 metros de profundidad. Durante los operativos de rescate, fue un equipo noruego el que logró alcanzar la escotilla del submarino nuclear, pero recién el 21 de agosto siguiente. El gobierno ruso desembolsó 65 millones de dólares para levantar al Kursk del fondo del mar.
El 8 de octubre de 2001, las empresas holandesas Smit International y Mammoet subieron los restos del Kursk a una barcaza que lo llevó a la base naval de Murmansk.