La cumbre anual del G20 reúne este viernes y sábado en Buenos Aires a los líderes de las principales potencias mundiales. La reunión de los jefes de Estado y de gobierno de las 20 mayores economías del mundo se anticipa como la más tensa de las citas anteriores y los objetivos se limitan a evitar portazos y rupturas.
Los anfitriones procuran rodear la reunión de un ambiente festivo. Sin embargo, esta de 2018 se celebra en un país que no está para festejos. Desde enero ronda el colapso macroeconómico en Argentina, que padece dramáticos niveles de inflación y pobreza.
El presidente Mauricio Macri confiaba en que la cumbre del G-20 le procurara un aura de estadista internacional idónea para conseguir la reelección en 2019; ahora se conforma con lograr un acuerdo de mínimos y evitar fiascos como el que, a nivel muy distinto, supone la fallida final futbolística entre River y Boca. De momento, gastó más de cien millones de dólares para organizar la fiesta y garantizar (en lo posible) la seguridad.
La reunión que en 2017 se celebró en Hamburgo (Alemania) concluyó con un comunicado conjunto de 14 páginas. Esta vez, no se esperan más de cuatro. El texto podría sobrevolar con frases vacías problemas tan graves como el desacuerdo comercial entre Estados Unidos y China (entre ambos suman el 40% de la economía mundial) o, aún peor, las consecuencias del citado cambio climático. En ambas cuestiones, el elemento disruptivo es Donald Trump.
El personaje indeseable de la cumbre es el príncipe Mohamed Bin Salman, hombre fuerte del régimen saudí, máximo responsable de la atroz guerra en Yemen y claramente implicado en el secuestro, tortura y asesinato en Turquía del periodista saudí Jamal Khashoggi.
Trump ya tiene a mano un golpe de efecto: la firma, en Buenos Aires, de la renovación del acuerdo de libre comercio de América del Norte (Nafta) entre Estados Unidos, México y Canadá. La Unión Europea y Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) habían soñado también en firmar durante la cumbre un acuerdo, pero eso no ocurrirá.