El análisis del ADN de una decena de supuestas muestras del abominable hombre de las nieves ha develado que todas menos una pertenecen a alguna de las especies de oso que viven en la región del Tíbet y las laderas del Himalaya. La última muestra es de un Canis lupus familiaris, es decir, de un perro.
No es la primera vez que se usa el análisis genético para desmontar la leyenda del yeti. Pero los trabajos previos habían dispuesto de una o dos muestras o se habían basado solo en un muestreo de fragmentos.
Los estudios de ahora, financiados por la productora británica Icon Films, que estaba preparando un documental sobre el animal mitológico de la meseta tibetana, ofrecieron a los expertos una decena de muestras recogidas de museos locales, monasterios budistas y de particulares. Había restos de piel, pelos, dientes, huesos y heces fecales.
«Nuestro análisis genético deja claro que las muestras proceden de osos locales, lo que sugiere que el mito del yeti tiene su origen en hechos biológicos que tienen que ver con los osos que viven en la zona en la actualidad», analiza la investigadora noruega Charlotte Lindqvist, una de las responsables del informe.
El cómo han llegado pelos o huesos de osos a ser venerados como reliquias de un ser legendario tiene que ver más con la antropología que con la biología. Aunque Lindqvist no es experta en las leyendas del yeti, jigou, chemo o similares, sí cree que la historia local de un ser especial, venerable, se contaminó al contacto con los occidentales: «La conexión con los osos puede venir de un profundamente arraigado respeto por la naturaleza y una conexión con la espiritualidad. Creo que, en cambio, la leyenda del abominable hombre de las nieves levantó el vuelo cuando el explorador británico Eric Shipton fotografió la famosa gran huella en la nieve y cuando las montañas del Himalaya se popularizaron entre los occidentales que iban a escalarlas. Así el yeti entró a formar parte de la cultura popular occidental».