Hace unos 18 millones de años, la subfamilia Equinae comenzó una rápida diversificación que culminó en la aparición de 138 especies, la mayor parte de ellas actualmente extintas, (sólo sobreviven 7). Una última investigación analizó sus rasgos y los datos sugieren que los cambios en el tamaño y la dentición de los caballos fueron más lentos de lo que se pensaba, por lo que la explosión de esas especies no estaba vinculada a la expansión de algún nuevo tipo de hábitat como lo son las praderas.
Durante décadas, la teoría clásica de la comunidad científica sugería que los caballos que por entonces pululaban por Norteamérica desarrollaron dientes más altos, para aguantar el desgaste de comer hierba. También se habrían hecho cada vez más grandes, para defenderse de los depredadores en los nuevos espacios abiertos y para optimizar la digestión del alimento, poco nutritivo.
Sin embargo, según explica el paleontólogo español Juan López Cantalapiedra, del Museo de Historia Natural de Berlín, no hubo una serie de rápidas adaptaciones morfológicas como respuesta a la aparición de las praderas. Lo que ocurrió, según el especialista y sus colegas, es que factores del entorno, como los cambios climáticos, generaron ecosistemas fragmentados y con suficiente alimento como para mantener a multitud de poblaciones aisladas y diferentes genéticamente, aunque parecidas físicamente.
“Norteamérica era la factoría de hacer caballos. Cuando surgía un diseño ganador, pasaba a Eurasia a través del estrecho de Bering y de allí a África”, explicó Cantalapiedra, citado por el diario El País de España y cuyo trabajo se publicó en la revista Science.
Los linajes americanos llegaron a Eurasia en dos dispersiones facilitadas por cambios climáticos, hace 11 y 4,5 millones de años. Luego los equinos se extinguieron en América, pero sobrevivieron en África y en Europa. Desde allí regresaron a su casa en 1493, en el segundo viaje de Cristóbal Colón.