Nuestra percepción subjetiva del tiempo se va acelerando con la edad

Los psicólogos experimentales han aprendido mucho sobre nuestra percepción subjetiva del tiempo, comparándola con el tiempo objetivo que mide la física. Dos elementos esenciales son la secuencia de sucesos y la duración entre ellos. Pero hay pocas situaciones en la vida real que no sean periódicas.

Cada una de nuestras células es un reloj biológico —este descubrimiento mereció el último premio Nobel de Medicina—, y su coordinación marca nuestros ritmos de vigilia y sueño, comida, temperatura, actividad metabólica y mil cosas más.

El propio período de rotación de la Tierra (24 horas) es un factor esencial en la evolución de los ritmos circadianos (de circa, de un día), que todos los seres vivos tenemos incrustados en nuestra lógica más fundamental. Pero no todo en estos relojes biológicos consiste en una adaptación al entorno.

En los años sesenta, los psicólogos sometieron a un grupo de personas a un aislamiento total de las pistas ambientales, encerrados en ausencia de luz natural y variaciones de temperatura. Pese a ello, sus ritmos de temperatura y sueño/vigilia, entre otros, mostraron su carácter perdurable, en gran medida endógeno. Algunas personas, sin embargo, duplicaron el periodo de sus ritmos: seguían durmiendo y despertando, pero en ciclos de 48 horas.

Otra cuestión clave es la definición de “presente”. Para un matemático, el presente es un punto que separa el pasado y el futuro, y que se va desplazando continuamente, eternamente inaprehensible y ciego a nuestras necesidades. Para un psicólogo, sin embargo, el presente es un intervalo de tiempo algo más amplio. Nuestro presente interior incluye sucesos del pasado inmediato y predicciones de lo que va a ocurrir enseguida. Imagina cómo percibimos una melodía: hay una nota que suena ahora mismo, pero solo tiene sentido en comparación con las que vinieron antes y —sobre todo si la canción ya te era conocida— con las que predices que vendrán después. En cierto sentido, la melodía entera forma una unidad perceptual, como si fuera un acorde donde todas sus notas suenan al unísono. Así percibimos las secuencias de eventos.

Nuestra percepción de la duración, o lapso de tiempo que discurre entre dos eventos (dos notas de una melodía, por ejemplo, o dos martillazos sucesivos) es extremadamente limitada y fácil de manipular para los experimentadores. Este tipo de percepción directa del paso del tiempo funciona razonablemente bien cuando los dos eventos ocurren con unos pocos segundos de diferencia. Por debajo de un segundo, las cosas se empiezan a fusionar con facilidad; y por encima, no tenemos percepción directa de la duración, y tenemos que empezar a usar relojes u otros criterios externos.

Hay factores que afectan de manera reproducible a nuestro sentido del tiempo. Si estás intentando hacer algo y alguien o algo te interrumpe continuamente, la tarea parece eternizarse (lo que en parte es cierto, por supuesto, pero el efecto sigue siendo verdadero tras descontar eso). A un alumno que toma notas, la clase se le hace mucho más corta que a otro que solo escucha. En general, la falta de actividad alarga el tiempo subjetivo. Si yo me retraso media hora, a quien me espera le parecerá mucho más tiempo, y a mi menos. Si estoy haciendo algo que me motiva, me parecerá que el tiempo pasa más deprisa que si lo que hago me aburre.

El filósofo francés Henri Bergson consideraba la idea del tiempo como “un problema central de la metafísica en general”, y reflexionó sobre ella con una extraordinaria agudeza: “Yo me supongo inmóvil”, explicaba a una audiencia en 1902 en el Collège de France: “Me parece entonces que el punto tiene cierto movimiento. Me pongo en movimiento con la misma dirección que él, y con la misma velocidad: (…) Para mí, se volverá inmóvil”.

Esa es más o menos la larva del experimento mental que Einstein estaba haciendo en la misma época: ¿qué pasaría si me monto en un rayo de luz? La luz debería parecerme quieta, pero no puede estarlo, porque la velocidad de la luz es una constante fundamental de la naturaleza. Como una velocidad no es más que el espacio recorrido partido por el tiempo que se tarda, si la velocidad de la luz es constante, el espacio y el tiempo no pueden serlo. Si corres montado en un rayo de luz, lo que se detiene no es la luz, sino el tiempo. Hace volar la cabeza, pero es el fundamento de la relatividad especial, que Einstein formularía un par de años después de las conferencias de París.

 

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